Foto: elTOQUE.
26 / octubre / 2022
Muchos cubanos son como Santo Tomás. Necesitan meter el dedo en las heridas y ver al fallecido resucitar para creer. 
Quizá por eso, durante años, muchos no creyeron en los testimonios de opositores y activistas que hablaban de cuerpos policiales y agentes de seguridad violentos, de torturas y de violaciones de todo tipo de derechos humanos. 
Pero el 11 de julio de 2021 (11J) y los días posteriores fueron un parteaguas para quienes necesitaban ver para creer la esencia violenta del régimen cubano. Ese día, sin proponérselo, el poder mostró a los cubanos incrédulos su real naturaleza y su capacidad de matar para sobrevivir.
Sin embargo, para los cubanos que habían abierto sus ojos desde antes o habían creído sin ver, el 11J solo fue un acto confirmatorio. Confirmatorio de que la violencia y el irrespeto por lo humano y lo divino era consustancial al totalitarismo cubano. Confirmatorio de que en Cuba el único imperio que existía era el del Partido Comunista, sus burócratas y familiares y represores.
Es cierto, desde mucho antes del 11J, los cubanos han vivido bajo un Estado totalitario que los ha sumido en la incivilidad; que los ha convertido en individuos cuyo nivel de alienación espanta. 
La incivilidad de las personas ha sido indispensable para que el modelo político cubano continúe reproduciéndose. Permite que muchos cubanos consideren, por ejemplo, que es correcto que sea el líder del Partido Comunista quien determine cuándo y a quién sancionar por actos de corrupción o negligencia. Que crean, a su vez, que ese líder es intocable e infalible por el solo hecho de detentar esa condición. O que es normal y admisible que un policía pueda detener a cualquiera en la calle sin motivo, cachearlo públicamente, pedirle la identificación o detenerlo por espacio de 24 horas sin necesidad de ofrecer explicaciones. O, incluso, que no es preocupante que personas que usan nombres falsos te citen de forma obligatoria por teléfono para que comparezcas a un interrogatorio sin haber cometido delito. Un interrogatorio en el que recibes amenazas y, además, disfrazan de «entrevista».
El totalitarismo ha provocado que muchos cubanos no cuestionen y normalicen la intromisión del poder en todos los espacios de sus vidas. Ha logrado anular el sujeto cívico que permite a cualquiera defender su identidad y derechos. Derechos que muchos cubanos creen no tener porque no les han sido conferidos por el poder. El totalitarismo les ha hecho creer que los derechos son regalos. 
La puja por colocar el concepto de «Estado fallido» sobre el Gobierno cubano es otro episodio de las formas que adquiere la lucha política en tiempos de redes sociales. Pero, ante la construcción discursiva, es importante hacer un chequeo de la realidad.
Ese sentimiento se reproduce una y otra vez entre los cubanos que han crecido (y crecen) bajo la influencia de un Estado en el que el imperio de la ley no existe. Donde impera un único partido político e ideología, no puede imperar el derecho. Ante la ausencia del derecho, los ciudadanos no pueden más que sublimarse o rebelarse. 
Los cubanos llevan mucho tiempo sublimados. Llevan mucho tiempo anulando instintos para acomodarlos a las exigencias y los estándares del poder. Pero la sublimación, sumada a la falta de pan, profundiza la indignidad. Una persona no puede controlar de manera interminable sus instintos y mostrarse de forma forzada como un cordero cuando sus hijos sufren. La indignidad acumulada conduce a la rebelión.
Hoy cada vez más cubanos se rebelan contra el imperio del Partido Comunista. Se rebelan a sus tiempos y dentro de los límites que les son impuestos por su situación personal y la incivilidad heredada. 
Por eso, llama la atención el discurso de un cubano elocuente que, después de haber visto cómo golpeaban a sus vecinos, pidió delante de los dirigentes locales del Partido Comunista y de los represores que lo dejaran partir. Abandonar el país es la primera y más generalizada forma de protesta del cubano
En el Cepen, un barrio cercano a Playa Baracoa, Artemisa, un cubano que pretendía irse en una balsa declaró también que no quería enfrentarse al poder. Pero, sin dudas, lo hacía desde el momento en el que fue capaz de abandonar el redil y decir lo que sentía. En cualquier caso, un acto como ese en el contexto cubano es un acto de rebeldía. Aquel cubano, del que hoy muchos están orgullosos, dejó claro que ese poder que, en teoría, no quería enfrentar, era capaz de reprimirlo para protegerlo del mar, pero incapaz de protegerlo a él y a su familia de la pobreza. 
Ese cubano del Cepen fue capaz de abandonar la sublimación y mostrar públicamente su insatisfacción con la gestión de unos gobernantes responsables de que él y su familia no puedan acceder a productos básicos que solo se venden en establecimientos en lo que hay que pagar con una moneda que él no gana. En su protesta, ese cubano reconoció que el poder era incapaz de protegerlo de la desesperanza. Una desesperanza que debería ser incompatible con la paternidad de la que disfruta.
El poder cubano ha sido incapaz de generar esperanzas. Por el contrario, todo el tiempo intenta suplirla con pedidos de resistencia. 
Pero las personas necesitan esperanzas para resistir. La ciudadanía no quiere solo resistir para sobrevivir, quiere vivir e intentar hacer lo que les apasiona al tiempo que disfrutan de una vida digna. Sin embargo, el poder cubano ha dado muestras evidentes de no creer en pasiones. Sobre todo, de no creer en pasiones que considera riesgosas para su supervivencia. Por eso hoy obliga a periodistas jóvenes, muchos de ellos formados en las universidades del país, a abjurar de lo que es su derecho: contar una realidad diferente a la de la propaganda. Por eso hoy los tortura para lograr que renuncien a su profesión en nombre de una ley que no existe. 
Lo que existe en Cuba es el arbitrio de unos pocos que creen que al quebrar las generaciones que pueden construir el futuro cubano garantizarán la supervivencia de la clase política que dirige el país; esa que ha demostrado solo ser eficiente cuando construye y profundiza sus privilegios. Una clase política a la que los represores directos ―por más que se lo crean― no pertenecen.
Los represores directos están para sostener la alienación y la sublimación de la ciudadanía. Los represores directos no defienden al país de sus enemigos. La nación cubana no tiene hoy mayor enemigo que la clase política a la que los represores protegen por medio de una violencia cada vez más extendida y explícita. 
Recientemente, en el Cepen (antes de que se produjera el discurso elocuente del frustrado balsero) se vieron imágenes de una compañía entera de policías arrastrando mujeres y golpeando a mansalva. Imágenes de policías que no cumplían con su función de restablecer o mantener el orden público, sino que buscaban amedrentar, como durante el 11J, a quienes habían decidido lanzarse al mar. 
Prevenir la violencia y evitar el empleo de la fuerza deberían ser los principios rectores en el manejo de cualquier situación relacionada con el orden público. En Cuba la violencia parece ser una premisa y una licencia de los funcionarios del orden. La situación en el Cepen demostró que había formas diferentes de desescalar el conflicto. Pero al parecer hay solo una solución en Cuba para la rebeldía: la violencia. La escucha, los espacios de intercambio sinceros y sin filtros exponen al poder mucho más que los golpes que siempre pueden ser justificados con conductas previas del ciudadano. 
Trasladar al ciudadano la responsabilidad de su represión es parte del juego del poder para garantizar la impunidad de sus represores. Caen y fomentan ese juego quienes para emitir un criterio sobre la violencia excesiva de un policía necesitan cuestionarse qué pasó antes de que un policía abofeteara repetidamente a un ciudadano esposado que no se resistía. La incivilidad se supera también con la empatía con las víctimas que durante mucho tiempo han sido desoídas.
Contar con la perspectiva completa enriquece, pero no puede ser indispensable para condenar un acto barbárico evidente. Nada justifica la violencia sobre alguien que no se resiste y que no ataca. Si lo hizo con anterioridad, la violencia diferida del policía no es justicia, es venganza.
El poder cubano no necesita ofrecer más muestras de lo que es capaz. Hoy, las dudas iniciales no deberían recaer en las víctimas, sino en quienes han dado muestras incontables de ser victimarios. En los últimos tiempos, y gracias en gran medida a Internet, hemos visto policías con patentes infinitas para reprimir. Policías que actúan como si hiciesen la ley aplicable a cada una de las situaciones que enfrentan.
Por más bárbara que parezca la idea, es la realidad imperante en Cuba. El poder necesita que no haya ley, que el orden se construya por indicaciones o, peor aún, por los impulsos bárbaros de funcionarios policiales. ¿De qué otra forma se puede combatir a quienes se dice representar? 
Por eso el poder cubano, tan dado a regular hasta la saciedad lo que pueden o no hacer los ciudadanos, nunca ha establecido un marco jurídico que sirva de límite a la actuación de la policía. No existe en Cuba una norma jurídica que determine con claridad las facultades de los policías y los derechos de los ciudadanos ante las constantes intromisiones en su vida privada. Aunque la existencia de una ley no hará mucha diferencia en un lugar en el que la ley no impera. Empero, la ausencia total de una norma de este tipo es también una clara muestra de que el poder no quiere que quienes garantizan su supervivencia tengan límites.
Los límites son para la ciudadanía que, en última instancia, termina por sufrir y responder tras los excesos de los represores.
Hace unos días, durante una protesta en Nuevitas, Camagüey, la policía golpeó a niñas. No tenemos constancia de que los policías agresores hayan sufrido consecuencias. Sin embargo, Mayelín Rodríguez Prado, quien grabó las imágenes de la represión y denunció la actuación de las fuerzas del orden, hoy sufre prisión y fue acusada por «corromper» a las niñas golpeadas. Igual situación enfrenta Alejandro, quien luego de ser galleteado delante de su familia, está acusado formalmente de haber atentado contra su agresor. 
La impunidad de los violadores de derechos humanos y la doble represión de las víctimas (física y legal) es una de las características del imperio del Partido Comunista cubano. No obstante, quienes hacen el trabajo sucio no gozan ni gozarán de los privilegios de sus protegidos.
Los Camilo y los Mario, en un futuro cercano, puede que no conserven ni la protección de sus alias. En tiempos de redes sociales, su protección actual solo descansa en la impunidad que les pueda garantizar la clase política para la que trabajan. Una clase política que no estará eternamente en el poder.
El día de mañana, cuando esa impunidad desaparezca y el imperio de la ley se restablezca, los represores deberán enfrentar la incredulidad tomasina de los cubanos que hasta hoy pudo haberlos protegido. A pesar de que el imperio de la ley les garantice un debido proceso, las personas no los perdonarán y los despreciarán. Los cubanos incrédulos y ávidos de justicia no presumirán de que son inocentes. 
Como diría una de las víctimas más ilustres del imperio del Partido Comunista, Oswaldo Payá: «la noche no será eterna».

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